Un hombre de 40 años cae en la nieve. A simple vista, parece un momento embarazoso típico de un conductor a sueldo cualquiera, pero lo realmente llamativo es que esto no es un caso aislado de “dificultad de las clases bajas”, sino la postura real que toda una generación de clase media urbana se ve obligada a compartir bajo una estructura social en descenso: no importa lo que hayas hecho antes ni qué títulos tengas; en cuanto tu sector entra en crisis, los puestos disminuyen y el flujo de caja se corta, rápidamente te verás desplazado hacia el mismo camino donde solo puedes intercambiar tu fuerza física y tu tiempo por dinero, sin apenas colchón que amortigüe la velocidad de tu caída.



El mayor contraste no reside en que los pobres sean cada vez más pobres, sino en que la clase media está descendiendo silenciosamente. Aquellos que antes pensaban tener una trayectoria profesional estable, digna y sostenible, ahora ven cómo el estancamiento de la industria manufacturera, la saturación del sector servicios y la temporalidad de los empleos empresariales reducen sus opciones. El esfuerzo ya no garantiza seguridad y la experiencia ya no representa valor; es como si el techo estructural estuviera bajando, empujando a todos los adultos hacia la misma salida.

Lo más absurdo es que los sectores más fríos están llenos de personas con alta formación y experiencia profesional. No lo eligen voluntariamente, sino porque el único requisito para estos trabajos es “poder empezar de inmediato”. La ciudad jerarquiza según la eficiencia, no según el currículum; lo que fuiste no importa, solo importa si puedes cumplir con el trabajo de hoy. Así, las diferentes clases se dispersan y nivelan, fluyendo finalmente hacia la misma entrada de supervivencia.

La mayor impotencia de los adultos es que, tras una caída, su primer reflejo no es el dolor, sino comprobar si el coche está dañado o si pueden seguir trabajando, porque en esta época las “emociones” ya no entran en el presupuesto: los adultos no tienen derecho a parar, solo pueden apretar los dientes y seguir adelante mientras reparan las grietas del sistema. Los que aguantan, siguen adelante; los que no, se retiran automáticamente.

Por eso, no es solo el instante en que un hombre cae en la nieve, sino una señal silenciosa de una época: el techo se hunde, las escaleras se retiran, y lo que más temen quienes no tienen salida no es el frío o la ventisca, sino tener que detenerse.
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